Desde siempre me
atrajo la idea de poder decir lo que pienso sin ningún tipo de miramientos.
Pero, ¿Eso sería correcto?
Esa es la gran pregunta, ya queda claro que de hacer lo
que más me convenga, no soy capaz. Mi inteligencia no llega a tanto. Y lo que
más se me apetece es llamar prepotente al prepotente, tonto al tonto, imbécil
al imbécil, ladrón al ladrón, estafador al estafador y así, a toda la fauna de
miseria humana.
De pequeño, mi padre me decía que uno tenía que ser capaz
de sentarse a la mesa de un rey y en la mesa de un pobre, como un igual. Pero a
mí me apetece más, sentarme a la mesa de cualquiera como quien soy... uno
inigualable, con infinidad de defectos e innumerables virtudes... bueno, con
algunas virtudes.
Me encantaría ser capaz de vencer este miedo a que
piensen mal de mí y crean que soy un hombre libre, sin tapujos y sin intereses
ocultos.
Un hombre del renacimiento de la nueva sociedad, donde
las cosas se llaman por su nombre y al que hace dice tonterías se le llama tonto.
Donde la prioridad es el interés común y no mi grado de
satisfacción, donde la estética de la verdad no sea un atentado al honor o un
insulto. Donde la libertad se ejerza con la palabra. Donde la única etiqueta
sea "Dice la verdad".